El golpe de estado en Bolivia es un balde de agua
fría después del triunfo de la fórmula Fernández Fernández en Argentina, la
liberación de Lula en Brasil y las históricas luchas de Haití y de
Chile en las últimas semanas. Más allá de la tristeza profunda que tenemos en
estos momentos, hay que destacar que a diferencia de los golpes de
estado contra Mel Zelaya (2009), Fernando Lugo (2012) y Dilma Rousseff
(2016) sustentados en argucias judiciales y acciones del poder
legislativo, este golpe es un golpe parecido a los de antaño.
Se extermina al pueblo opositor a sangre y fuego, métodos que no tienen nada
que ver con la guerra de quinta generación el lawfare -la judicialización de
la política- que parecían ser los instrumentos “más civilizados” del siglo XXI.
Los días posteriores al golpe evidencian su capitalización
por el neopentecostal y filonazi Luis Fernando Camacho con las
huestes del Comité Cívico Pro Santa Cruz de la Sierra y la
presidenta autoproclamada Jeanine Añez. La derecha neofascista ha
relegado a segundo plano a la derecha neoliberal encabezada por Carlos Mesa.
Muestra de ello son el uso de símbolos religiosos, la quema de la bandera de
los pueblos originarios (Whipala), la agitación del anticomunismo y del racismo
al grito de “no más Pachamama en el Palacio Quemado y sí a la Biblia y a
Cristo”. Esta terminología nos recuerda la Inquisición y la colonización de
América del Sur que, con la cruz y la espada, exterminó 10 millones de
pobladores originarios de 1492 al 1520. El golpe en Bolivia muestra que el
imperialismo está dispuesto a usar los golpes de viejo cuño para frenar la
resistencia antineoliberal en Latinoamérica. Debemos estar alertas porque
las oligarquías locales y el imperio
están dispuestas a volver a matar, incendiar y encarcelar con la
complicidad de las fuerzas armadas para
salvar del “comunismo” a “la civilización occidental y cristiana”.
La situación en Chile parece ser la antinomia de los sucesos
de Bolivia. La arbitrariedad y el abuso de poder que el presidente potentado,
Sebastián Piñera se tambalea. Este mandatario y su clase social, que disfrutan desde hace décadas de todos los
privilegios habidos y por haber, fueron
jaqueados por un pueblo, desarmado que ha estado poniendo el cuerpo a
las balas. Esta gran explosión ha estado bullendo desde hace mucho tiempo bajo
la superficie de la inestable falsa prosperidad que el neoliberalismo pretende
imponer para seguir los mandatos el consenso de Washington que hasta ahora ha
demostrado que el único derrame conseguido es de sangre.
Al comienzo de la rebelión social en Chile, el gobierno
consideró que estaba en guerra “contra de un enemigo poderoso”. Hoy, a más de
un mes del estallido social, parece ser que la guerra la está perdiendo. Y, por
esa razón, llama a la Paz. Hacer este llamado es un absurdo político total,
pues el país no está en guerra. Y, si fuera cierto que la paz social está
siendo alterada, esto tiene una solución simple y breve, que el presidente
Piñera y su gobierno, renuncien. Lamentablemente estos tiempos de hiper
derechización con ajustes estructurales que desde hace 30 años vive Chile, han
diezmado el Estado y han generado un tremendo estancamiento en la organización
popular y una falta de proyecto político en la izquierda que se evidencia justo
ahora. Esto demuestra que es imprescindible contar con una dirección para la
lucha llámese, partido, vanguardia, organización o lo que sea. Es
imprescindible construir este tipo de fuerza política tanto en Chile como en el
resto de América latina en momentos en que Estados Unidos se juega el todo por el todo en una región del mundo, a la que considera su patio
trasero, y donde todavía tiene el control de las elites y pretende la
subordinación de los pueblos y la apropiación de los recursos naturales.
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